El miedo me quita las ganas de vivir, de disfrutar, de ser un genio.
¿Vivir es ser un genio? –me pregunto-
Sí, pero sólo en la publicidad… (¿quién responde a quién dentro de mi
cerebro?)
“Pero la publicidad es todo”, me asegura en veloz contrapunto el insignificante
demonio que, desde pibe, me incita al escape.
¿Y al escape de qué?... de todo: del amor y del desamor, del éxito, del
fracaso, de los amigos y los enemigos. De la risa, del dolor y la euforia. De
los vicios y de la pura y honesta hesiquía.
No de la tristeza. No me escapo de la tristeza, porque lloro –soy un
llorón-, pero nunca lloro por tristeza. Y este demonio se regodea, como yo, con
el ejercicio de ella. La tristeza nos regala, a los dos, la pueril ilusión de
ser ciertos, de ser algo verdadero… algo, por sobre todo, permanente.
Y el llanto nunca es por tristeza: es tan sólo el pobre ego sufriente,
desesperado ante la conciencia de su irremediable final.
Entonces escucho la silla correrse sobre mi cabeza, y los pasos que se ponen en marcha… apuro de un trago el vaso de moscato con hielo y cynar, y presto me pongo a freír las milanesas: mi compañera terminó su clase on line y ya baja por la escalera, lista para cenar.